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buena de Dios, igual que los burros. |
José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer. |
Miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta |
soleada, y tuvo la impresión de que sólo en aquel instante habían |
empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió |
entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de |
su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los |
re cuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba |
segura de no abandonar en el resto de su vida él permaneció |
contemplando a los niños con mirada absorta hasta que los ojos se le |
humedecieron y se los secó con el dorso de la mano, y exhaló un hondo |
suspiro de resignación. |
-Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los |
cajones. |
José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. |
Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su |
padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza |
física, ya desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue |
concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de |
la fundación de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo al |
comprobar que no tenía ningún órgano de animal. Aureliano, el primer |
ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. |
Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de su madre y nació |
con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía la cabeza |
de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el |
rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a |
quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en |
el techo de palma, que parecía a punto de derrumbarse bajo la |
tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a acordarse de la |
intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la |
edad de tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba |
del fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo. El niño, |
perplejo en la puerta, dijo: «Se va a caer.» La olla estaba bien puesta |
en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, |
inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un |
dinamismo interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le |
contó el episodio a su marido, pero éste lo interpretó como un fenómeno |
natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte |
porque consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental, |
y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias |
especulaciones quiméricas. |
Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran a |
desempacar las cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores. En |
el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de |
mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a |
sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no sólo hasta |
donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos |
increíbles los límites de su imaginación. Fue así como los niños |
terminaron por aprender que en el extremo meridional del África había |
hombres tan inteligentes y pacíficos que su único entretenimiento era |
sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo |
saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica. Aquellas alucinantes |
sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños, |
que muchos años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los |
ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el |
coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que |
su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado, con la |
mano en el aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y |
tambores y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, |
pregonando el último y asombroso descubrimiento de los sabios de |
Memphis. |
Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo conocían |
su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos |
inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las calles un pánico |
de alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores que |
recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de |
huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que |
adivinaba el pensamiento, y la máquina múltiple que servía al mismo |
tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los |
malos recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de |
invenciones más, tan ingeniosas e insólitas, que José Arcadio Buendía |
hubiera querido inventar la máquina de la memoria para poder |
acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los |
habitantes de Macondo se encontraron de pronto perdidos en sus |
propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria. |
Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, |
tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y |
malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de estiércol |
y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba |
como un loco buscando a Melquíades por todas partes, para que le |
revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a |
varios gitanos que no entendieron su lengua. Por último llegó hasta el |
lugar donde Melquíades solía plantar su tienda, y encontró un armenio |
taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. |
Se había tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, |
cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el |
grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la |
pregunta. El gitano le envolvió en el clima atónito de su mirada, antes |
de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el |
cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: «Melquíades murió.» |
Aturdido por la noticia, José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, |
tratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó |
reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se |
evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos le confirmaron que en |
efecto Melquíades había sucumbido a las fiebres en los médanos de |
Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo del |
mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban obstinados |
en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los |
sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según |
decían, perteneció al rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio |