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Buendía pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa,
donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo
de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo,
custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre
dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque
transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba
en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado,
sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José
Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
-Es el diamante más grande del mundo.
-No -corrigió el gitano-. Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el
témpano, pero el gigante se la apartó. «Cinco reales más para tocarlo»,
dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el
hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le
hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué
decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa
experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en
cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto.
«Está hirviendo», exclamó asustado. Pero su padre no le prestó
atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento
se olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de
Melquíades abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco
reales, y con la mano puesta en el témpano, como expresando un
testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:
-Éste es el gran invento de nuestro tiempo.
II
Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la
bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el
estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se
sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en
una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio
lado, acomodada en cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo
de andar, porque nunca volvió a caminar en público. Renunció a toda
clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo
despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin
atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces
perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían a
vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un
comerciante aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda
en medicinas y entretenimientos buscando la manera de aliviar sus
terrores. Por último liquidó el negocio y llevó la familia a vivir lejos del
mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de
la sierra, donde le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para
que no tuvieran por donde entrar los piratas de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo
cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo
de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años
hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se
casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se
salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de
trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis
Drake asaltó a Riohacha, Era un simple recurso de desahogo, porque en
verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el
amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí.
Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los antepasados de
ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno
de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era
previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la
voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían
el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente
entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya
existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de
José Arcadio Buendía tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos
pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de
haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad
porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y
con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó
ver nunca de ninguna mujer, y que le costo la vida cuando un carnicero
amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José
Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el
problema con una sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre
que puedan hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y
cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la
madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de
pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de
conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el
corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía
antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó
con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas,
que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así
estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de
pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche,
forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un
sustituto del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que
algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía
virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José
Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
-Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer con
mucha calma.
-Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses, hasta el
domingo trágico en que José Arcadio Buendía le gano una pelea de
gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre de su animal,
el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para que toda la gallera
pudiera oír lo que iba a decirle.
-Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu
mujer.
José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en seguida»,
dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar: